Cada año es una celebración |
Voy caminando por el pasillo de la clínica, son casi las 12 del medio día y me dirijo a verme a mí misma. Son dos días después de ese 16 de septiembre de 2004 cuando ingresé por urgencias con una glucemia superior a los 500 mg/dL. Ya me había comunicado el médico que mi glucemia estaba estabilizada, así que podría irme a casa.
No recuerdo el número de habitación así que le pregunto a una enfermera: ¿Dónde es la habitación de Carolina Zárate? La última puerta del pasillo, me responde.
En ese momento pasa por mi costado una señora, va delante mío con prisa. Entra justo en mi habitación, así que espero afuera de la puerta, la recuerdo. Fue la señora que intentó explicarme mi vida después de la noticia, recuerdo muy poco lo que me dijo.
Alcanzo a ver por el espejo mi reflejo, mi rostro hinchado por el suero parece prestarle atención asintiendo con la cabeza, pero en realidad mi mente estaba dispersa, y no podía aceptar lo poco que le entendía.
Quería entrar y decirle que me incomodaba su cara de pesar y que no tenía ni idea de cómo sería mi vida en adelante, que no tenía ni idea de mi confusión e impotencia. Quería entrar y decirle que sus consejos no me servirían para nada, porque llegaría a casa con más incógnitas y miedos y que ella no estaría para contestarme.
Se levantó y salió sin percatarse de mi presencia, me dieron ganas de llorar, así como lo hice desde que me dijeron que tenía diabetes tipo 1, quería abrazarme y decirme que no era una pesadilla, que en ese momento empezaba a probarme a mí misma lo fuerte que era.
Sonó la alarma de mi bomba de insulina, y la apagué rápido para no delatarme ante mi misma. No quería cambiar la historia, no quería darme detalles del futuro y tampoco decirme que mi cuerpo iba a estar lleno de moretones y marcas, tampoco advertirme sobre el vial de insulina que se me caería esa noche. No quería, porque esos errores me enseñarían a vivir con esta condición.
Mi yo de 2004 se quedó ahí sentada, con la cabeza hacia atrás, con un dolor de cabeza brutal por las lágrimas.
"Permiso", una enfermera con unas jeringas entraba a mi habitación. La misma que me obligó a aplicarme por mi misma la insulina. Su actitud fue tan arrogante, que no mostró ni un poco de empatía ante mi situación y mi miedo a las agujas.
Tomé la jeringa rellena de insulina con torpeza, le sonreí con nerviosismo buscando su gesto de aceptación ante mi técnica y la introduje en mi barriga. No dolió pero aún no aceptaba que tuviera que hacerlo por el resto de mi vida. Ella ni siquiera celebró conmigo mi logro, fue insignificante tal vez, pero para mi era el paso para salir de ese lugar.
Salió con prisa de mi habitación, al verla quise decirle que me sudarían las manos esa noche, y dudaría. Quise decirle que las jeringas que me regaló me atemorizaban y pasarían varios meses antes que dejaran de temblarme las manos.
Llegaron mis padres a recogerme, me conmovió su rostro de preocupación al no saber lo que tenía su hija, al no tener una guía para contenerme. Me alejé un poco para que no me reconocieran, los vi alejarse por el corredor, quise acercarme y abrazarlos. Quise resolver todas sus dudas. Quise acompañarlos a casa y sostener el vial de insulina, tomar mis manos y guiarme con ternura hasta aplicarla, limpiar mis lágrimas y contarme un cuento para dormir, el cuento de cómo serían los siguientes 15 años con diabetes.
Sígueme en:
Instagram: @Carolinatipo1
Twitter: @Carolina_tipo1