Un huevo gigante, con ojos tan redondos como su cuerpo, me persigue mientras deja un rastro pegajoso en los casi 30 metros cuadrados de superficie que habito, y salpicando las paredes blancas con una sustancia azucarada que no es mi sangre, sino todo ese chocolate que lo recubre y se derrite por el calor infernal de la habitación. Trato de huir pero mi cuerpo está debilitado y casi al colapso por un coma diabético.
De repente sin poder separar la realidad de la ficción, siento unos pasos livianos pero seguros recorriendo mi dorso y de repente un sonido retumbando en mi oreja: “miau”. Lo que necesitaba para librarme de la pesadilla que me generaba una fiebre que desbordaba no sólo el termómetro sino también mi glucosa.
Una inyección de insulina para exterminar al huevo asesino, un antigripal para la fiebre y agua fresca para recobrar la conciencia y no dejar encerrado a un pequeño gatico con un cuerpo diabético yaciendo en un monoambiente.
Qué pascuas!!
Qué pascuas!!